Bueno, este es él. Sé que pensaran que tiene mejores fotos, pero a mi me gusta ésta, especialmente porque se ve tan concentrado, contando estrellas en una noche de verano.
22.7.07
2.7.07
Lo que más odiaba de andar en Metro
Creación de una representación para Lenguaje y Cultura
me someto a la crítica pública
Sofía corría, como siempre.
Las escaleras se hacían eternas. Pensaba incesantemente por qué había escogido tacones ese preciso día. Luego recordaba la razón: la presentación final del proyecto que hacía semanas le había hecho olvidar por completo lo que la palabra sueño y todo su campo semántico significaba. Sentía que llevar tacones la hacía lucir más elegante, y con suerte más inteligente. Pero en ese minuto sólo recordaba cuánto añoraba sus mañanas de zapatillas y polerones estando en la universidad, cuando en esas corridas matutinas, similares a la de hoy, había conocido a Daniel.
Último escalón, al fin. Orgullosa, las escaleras no la habían vencido.
Una fila enorme se balanceaba de un lado a otro, esperando que el giro de un torniquete y el sonar de una tarjetita electromagnética determinaran quien entraba y quien no al mundo subterráneo que muchos conocían como la única forma de llegar al trabajo.
¿Cuándo comprarían un auto? No lo sabía. El trabajo de Daniel no prosperaba, y bueno, el suyo tampoco. Quizás después de hoy, al fin el contrato soñado, el dinero, el saberse parte de algo, aunque fuera de una pequeña o mediana empresa, y que cinco años de estudios no habían sido una pérdida de tiempo.
Sofía tenía la costumbre de mirar a todos lados mientras caminaba, con una enorme sonrisa en sus labios, como si supiera que en algún momento, cualquiera, podía encontrar una cara conocida a quien saludar, abrazar o besar, según las circunstancias. Parecía siempre lista, casi con la amabilidad sicópata de una promotora de supermercado, preparada para aquel momento, pero que hasta la fecha nunca había sucedido. Tal vez contaba aquel día en que divisó a la chica de los comerciales de ampolletas; lástima que no la conocía.
Repentinamente se percató de que la masa la llevaba una vez más, haciéndola viajar dentro de la estación. A lo lejos divisaba el andén, al que, con cada segundo, se acercaba más y más; si, ya sólo faltaban cerca de cuatro metros para llegar hasta él. Tendría, como cada mañana, que observar y calcular la forma precisa de, no sólo, encontrar sino lograr adueñarse de un espacio entre la multitud, todo mientras ágilmente sorteaba los codazos y empujones gratuitos de hombres elegantes y enternados, tan bien educados, que entre tanta Palm y Rolex no se percataban de sus errores. Pobrecillos aquellos.
Las luces provenientes del túnel señalaban que ya era la hora. Debía prepararse. El carro se acercaba. Comenzaron las maniobras. Uno, dos, tres, se abren las puertas. Cuidado aquí, permiso por acá. Listo. No sabía cómo lo hacía, pero siempre, de alguna u otra forma, lograba escabullirse entre la multitud para acomodarse entre una nueva masa que la esperaba al interior del tren.
Pero Sofía sabía que aquella proeza no era la parte más difícil de la jornada, al menos no en comparación con la tarea que debía enfrentar ahora: ganar un espacio, hacerlo suyo, propio, plantar una bandera con su rostro en su metro cuadrado partido por seis, un reinado que sólo se prolongaría hasta llegar a su destino, ocho estaciones más abajo.
Mientras duraba su viaje subterráneo Sofía se entretenía enumerando qué era lo peor de viajar en dichas condiciones. Había días en que el encierro matutino se llevaba todos los puntos; otros, el contacto obligado y constante de cuerpo contra cuerpo la asqueaba hasta no poder más. Esta mañana los parlantes chicharreaban un “H2”,”H2”, que Sofía interpretaba como un “tarde, hoy” “tarde, hoy”. No, no podía llegar tarde, no podía llegar tarde hoy.
Acomodada ya frente a las aún abiertas puertas de un carro estático miraba el mar humano que bajaba las escaleras, casi imitando el vaivén de su viejo columpio favorito, así, de un lado a otro, de una lado a otro… rostros, casi iguales, caras de sueño, de pena, de angustia, de ahogo… Pero el rostro aquel era algo conocido para ella, ¿dónde lo había visto antes? ¿Podría ser él?… si, lo era.
Debía saludar. O no. El no verlo desde hacía siete años había cambiado un poco las cosas. Quizás no la reconocería, tal vez ya ni la recordaba. Pero qué importaba, ella sí lo hacía, siempre, y reconocía automáticamente que su manía de observar los rostros de todos a su alrededor sólo nacía de la obsesión que guardaba de querer encontrarlo, en algún lugar, alguna vez, tal como hoy.
Había imaginado tantas veces el encuentro, diferentes formas de sonreír, qué decir, qué hacer, pero esa mañana, frente a frente, las opciones tantas veces manoseadas se resumían al silencio y al comportamiento epiléptico de un corazón que no reconocía mensajes cerebrales.
Debía saludarlo, claro estaba ¿por qué no? Alguna vez fueron amigos, compañeros, de esos que la vieron con la cara rayada y las uñas pintadas con corrector y plumones gracias a juegos colegiales, pero que aún así se le iban los ojos debajo de su pollera con la ilusión de, algún día, lograr ver más allá de esas rodillas negras y partidas entre tanto porrazo infantil y llegar hasta esos delgados muslos, cubiertos siempre de mensajes de emergencia que relucían en cada examen sorpresa.
Automáticamente su mente viajó caóticamente, sin sentido; se acordaba de José, de sus bromas, de su pelo, de su voz y sus besos, y de todo lo que hacía, que siempre salía bien. Pero Daniel, si, sus besos nunca fallaban, y qué importaba, si no sabía besar bien le enseñaría, y por qué ahora: la gente camina, pasa por la calle, personas se encuentran, se saludan, se golpean con sus hombros y carteras apresuradas porque no leen los avisos del metro y confunden subir con bajar, y por qué de todos debía encontrarse con él. Y por qué sonreír. Por qué no ignorar, si siempre funcionaba con los niñitos de las esquinas, con los mendigos, con los Testigos de Jehová, ¿por qué no con José?
Sofía supo enseguida que no podía. José tenía algo que nadie más tenía. Era una de esas personas únicas, capaces de cultivar lo bello y lo feo, a la vez, sin arrepentimientos; quien más la había hecho sufrir pero de quien guardaba los más bellos recuerdos, pero ¿por qué? ¿Por qué lo recordaba así, de tal manera, por qué seguía teniendo fe en él? José jamás había cambiado y probablemente jamás lo haría, ni ahora ni nunca, por mucho que ella esperara.
Automáticamente su mente viajó caóticamente, sin sentido; se acordaba de José, de sus bromas, de su pelo, de su voz y sus besos, y de todo lo que hacía, que siempre salía bien. Pero Daniel, si, sus besos nunca fallaban, y qué importaba, si no sabía besar bien le enseñaría, y por qué ahora: la gente camina, pasa por la calle, personas se encuentran, se saludan, se golpean con sus hombros y carteras apresuradas porque no leen los avisos del metro y confunden subir con bajar, y por qué de todos debía encontrarse con él. Y por qué sonreír. Por qué no ignorar, si siempre funcionaba con los niñitos de las esquinas, con los mendigos, con los Testigos de Jehová, ¿por qué no con José?
Sofía supo enseguida que no podía. José tenía algo que nadie más tenía. Era una de esas personas únicas, capaces de cultivar lo bello y lo feo, a la vez, sin arrepentimientos; quien más la había hecho sufrir pero de quien guardaba los más bellos recuerdos, pero ¿por qué? ¿Por qué lo recordaba así, de tal manera, por qué seguía teniendo fe en él? José jamás había cambiado y probablemente jamás lo haría, ni ahora ni nunca, por mucho que ella esperara.
De pronto recordó lo malo, lo feo, lo negro de su historia juntos. No, no quería saber nada de él. Debía esconderse, debía de alguna manera alejarse de la puerta que aún permanecía abierta, sólo porque los parlantes anunciaban que un “H2” impedía que el carro llegara a su destino en los dos minutos que le correspondían. Pero el espacio se lo impedía. Intentar moverse sólo sería una lucha en vano, que terminaría con su cuerpo atacado por cientos de codos y maletines que se acomodaban a su alrededor.
Pero quizás no era necesario arrancar, más que mal había pasado tanto tiempo, no podría reconocerla ¿verdad? No. Cómo no iba a reconocerla, porque si, los años pasan pero tan vieja no estaba ¿cierto? Ahora llevaba tacones, ya no zapatillas y polerones como en los días en que por Daniel habían dejado de verse, y sus risas ya no sonarían de la misma manera, ni sus bromas se escucharían igual, ni sus besos… qué añoranza de tiempos aquellos que sentía. Cómo volver atrás. Si, José era la única forma. Porque sus sueños de adolescencia tardía se habían quedado atrás, con él, y el dejar que la besara podría ser la clave para recuperar el tiempo perdido. Tenía que verlo, decirle “hola amor”, quizás por fin todo sería distinto, adiós los tacones y los proyectos y los sueños… pero no.
El carro continuaba varado en el andén atestado. Sofía no sabía si José se había percatado de su apretujada presencia al interior de un tren a punto de explotar. Ý qué pasaba si él la reconocía. ¿Acaso la saludaría, o quizás la ignoraría como ella mismo deseó en un segundo pasado? Tal vez sentía la mismo que Sofía creía empezar a sentir, que la extrañaba, que deseaba revivir los tiempos de playa, sol y olas que pasaron juntos, que debía adentrarse en ese mar humano, rescatarla y empezar de nuevo… No ¿qué estaba pensando? La falta de oxígeno parecía afectarla en serio esta vez.
Repentinamente vio todo claro. Debía hablarle, si, pero sólo para liberarse de él, de su recuerdo, y de la ínfima posibilidad de que en otra ocasión, en otro encuentro, quizás furtivo, volver a caer, en sus palabras y en sus juegos, y salvarse de quedarse esperando siempre más de él, o quizás no más, sino lo justo, lo necesario, lo que nunca llegaba, y no olvidarse jamás de porqué no lo había preferido a él por sobre Daniel.
Comenzó a pensar. Salir, si, esa era la única forma de llegar hasta él. Debía mirarlo a la cara y arrojar todo lo que le oprimía de una vez, como respuesta a la bulimia emocional que la aquejaba desde siempre, o más bien, desde que dejó el colegio, cuando no lo vio más, cuando empezó a almacenar y almacenar cargas interiores, y que ahora necesitaba regurgitar, tal cual, de pronto, sin darse cuenta, sólo porque debía liberarse un poco, y la verdadera liberación estaba en decir la verdad, ya de eso había leído algo.
Sofía pensó en correr. Tenía largas piernas, y ya había calculado de que dos enormes zancadas abarcaría el espacio infinito que la separaba de José, sólo para decirle unas cuantas verdades ¿cuáles? Cualquiera. Que se había casado y que era feliz, que nunca lo perdonaría y que por mientras se encargaba de recordarlo día a día, aún cuando no quería hacerlo más. Podría decir muchas otras cosas, no sabía, estando a su lado ya vería.
Se preparó para salir, sólo bastaba dar un paso, pero miró sus pies y descubrió que llevaba tacones y no zapatillas. Levantó la mirada y lo vio, y él también la miró, tal como antes, como esos días lejanos, cuando pasaba a buscarla por la tarde, después de las clases de gimnasia y compartían dulces y chicles y besos debajo de una banca en la plaza frente a su casa, sin que mamá los viera. Sofía lo miró, firme tras el vidrio, cuando las puertas por fin se cerraban, y el carro, hermético, atestado y veloz se adentraba en el oscuro túnel subterráneo, mientras comenzaba a enumerar lo que más odiaba de viajar en metro.
Pero quizás no era necesario arrancar, más que mal había pasado tanto tiempo, no podría reconocerla ¿verdad? No. Cómo no iba a reconocerla, porque si, los años pasan pero tan vieja no estaba ¿cierto? Ahora llevaba tacones, ya no zapatillas y polerones como en los días en que por Daniel habían dejado de verse, y sus risas ya no sonarían de la misma manera, ni sus bromas se escucharían igual, ni sus besos… qué añoranza de tiempos aquellos que sentía. Cómo volver atrás. Si, José era la única forma. Porque sus sueños de adolescencia tardía se habían quedado atrás, con él, y el dejar que la besara podría ser la clave para recuperar el tiempo perdido. Tenía que verlo, decirle “hola amor”, quizás por fin todo sería distinto, adiós los tacones y los proyectos y los sueños… pero no.
El carro continuaba varado en el andén atestado. Sofía no sabía si José se había percatado de su apretujada presencia al interior de un tren a punto de explotar. Ý qué pasaba si él la reconocía. ¿Acaso la saludaría, o quizás la ignoraría como ella mismo deseó en un segundo pasado? Tal vez sentía la mismo que Sofía creía empezar a sentir, que la extrañaba, que deseaba revivir los tiempos de playa, sol y olas que pasaron juntos, que debía adentrarse en ese mar humano, rescatarla y empezar de nuevo… No ¿qué estaba pensando? La falta de oxígeno parecía afectarla en serio esta vez.
Repentinamente vio todo claro. Debía hablarle, si, pero sólo para liberarse de él, de su recuerdo, y de la ínfima posibilidad de que en otra ocasión, en otro encuentro, quizás furtivo, volver a caer, en sus palabras y en sus juegos, y salvarse de quedarse esperando siempre más de él, o quizás no más, sino lo justo, lo necesario, lo que nunca llegaba, y no olvidarse jamás de porqué no lo había preferido a él por sobre Daniel.
Comenzó a pensar. Salir, si, esa era la única forma de llegar hasta él. Debía mirarlo a la cara y arrojar todo lo que le oprimía de una vez, como respuesta a la bulimia emocional que la aquejaba desde siempre, o más bien, desde que dejó el colegio, cuando no lo vio más, cuando empezó a almacenar y almacenar cargas interiores, y que ahora necesitaba regurgitar, tal cual, de pronto, sin darse cuenta, sólo porque debía liberarse un poco, y la verdadera liberación estaba en decir la verdad, ya de eso había leído algo.
Sofía pensó en correr. Tenía largas piernas, y ya había calculado de que dos enormes zancadas abarcaría el espacio infinito que la separaba de José, sólo para decirle unas cuantas verdades ¿cuáles? Cualquiera. Que se había casado y que era feliz, que nunca lo perdonaría y que por mientras se encargaba de recordarlo día a día, aún cuando no quería hacerlo más. Podría decir muchas otras cosas, no sabía, estando a su lado ya vería.
Se preparó para salir, sólo bastaba dar un paso, pero miró sus pies y descubrió que llevaba tacones y no zapatillas. Levantó la mirada y lo vio, y él también la miró, tal como antes, como esos días lejanos, cuando pasaba a buscarla por la tarde, después de las clases de gimnasia y compartían dulces y chicles y besos debajo de una banca en la plaza frente a su casa, sin que mamá los viera. Sofía lo miró, firme tras el vidrio, cuando las puertas por fin se cerraban, y el carro, hermético, atestado y veloz se adentraba en el oscuro túnel subterráneo, mientras comenzaba a enumerar lo que más odiaba de viajar en metro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)